Ya en la Convención Internacional sobre los Derechos Humanos del niño y Adolescentes – acordado por más de 54 países, aprobado en 1989 e incorporado en la legislación nacional en 1990 – vemos consagrado, entre otros, el derecho de los niños y adolescentes a ser escuchados, a expresarse, a formar y mantener opinión, a trasmitir.
Es indudable que sobre esa facultad, subyace el derecho a la educación, única herramienta que permite la incorporación de distintos aprendizajes, y el desarrollo de su personalidad encarnizando en ellos valores que los perpetuarán.
Bajo esta premisa, resulta insoslayable que los gobiernos asuman las obligaciones jurídicas, políticas y sociales que garanticen su cumplimiento aplicando y supervisando eficaces estrategias educativas.
Duele ver como los Estados en todos sus niveles muchas veces minimizan su compromiso social y la responsabilidad asumida a la hora de incorporar en las normas propias la referida Convención, cuya esencia no es ni debe ser solo declarativa.
Y muchas veces, en esa subestimación de las consecuencias no se priorizan el derecho a la salud, a la protección especial, al desarrollo, a la identidad, a la participación, etc. Todos y cada uno consagrados y que no resisten ningún tipo de análisis a la hora de sentar las bases para una buena educación.
Consecuentemente, vemos que el derecho del niño a ser oído puede ser vulnerado no solo desde el impedimento a la libre expresión sino también cuando el Estado y la sociedad que nos incluye, se queda muda ante la desnutrición, ante la inseguridad, las faltas de respuesta, la violencia o ante tantas otras situaciones que atacan la posibilidad de los menores a expresarse.
Desde el hogar mismo y debido a la vorágine cotidiana, las familias muchas veces postergan momentos de diálogos, de juego, de planteos y respuestas, de atención, de entendimiento, de espacios donde nuestros hijos se manifiesten y se sientan acompañados.
En un momento social donde la subversión de los valores ataca con crueldad, deberíamos ser los suficientemente sabios y humildes para escuchar siempre a quienes merecen ser oídos y que, en más de una ocasión, tienen algo más inteligente que contar, más fresco, con seguridad.
Generemos entonces y exijamos a quien corresponda, los espacios y los tiempos donde los niños y adolescentes pueden libremente expresarse, asumiendo el ineludible compromiso de educar y proteger, cada uno desde su ámbito de acción. Así, derechos adquiridos por y para ellos no gozarán de privilegios normativos en vano.
Dra. María Luisa Andrenacci
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